Los jóvenes y la delincuencia conforman dos grupos
sociales, con sus propias subculturas, formadas por normas, valores y un
lenguaje propios. Son dos grupos sociales, que nacen en contextos sociales
distintos, y, en cambio, sus variedades lingüísticas son muy difíciles de
delimitar, de trazar una frontera precisa entre ambas. Se trata, según
Sanmartín (1998), de un “proceso de interferencia intralingüística entre
sociolectos y un tipo de registro”.
De hecho, en esa relación en dependencia que, según
afirma la autora, existe entre la variación social y la situación comunicativa
reside un factor clave para entender cómo sucede ese trasvase, cómo se
difuminan los límites entre variantes: ambas, siendo variantes diastráticas,
comparten como rasgo común el contexto comunicativo en el que se producen: el
registro coloquial. Solo se desarrollan estos argots, afirma Sanmartín, “en
situaciones comunicativas en las que existe una igualdad entre los
participantes, un tono informal, un modo oral, un dinamismo conversacional,
etc.”.
Resulta conveniente en este punto señalar que estas
dos subculturas también comparten una posición periférica, lo que precisamente
motiva la creación de una subcultura o contracultura,
una variedad lingüística propia o antilenguaje.
Sin embargo, una corresponde con una “periferia real y marginal”, y -yo
añadiría- hasta cierto punto involuntaria, frente a la voluntariedad de la
otra, una “periferia ficticia y temporal” mediante la cual los jóvenes se
desvinculan de todo el sistema de valores adulto.
Por este motivo, es especialmente significativa esta
“contaminación” lingüística entre grupos sociales: los jóvenes, adoptando
términos del argot marginal, actúan como un “catalizador o puente”, llegando a
transmitir al lenguaje común voces marginales que de otra manera habrían caído
en el olvido.
Es en este sentido en el que el registro coloquial
sirve como premisa comunicativa idónea. Santamaría (2005) lo explica del
siguiente modo:
“En estas situaciones comunicativas [cotidianas,
coloquiales], los hablantes buscan una mayor expresividad y su intención es
‘integrarse en el mundo actual’, ‘ser moderno’, son elementos y recursos que se
dan independientemente de la clase social a la que pertenecen los hablantes. El
argot común se nutre de voces propias del léxico de los delincuentes,
introducidas en su mayoría a través del lenguaje empleado por los jóvenes,
igual que anteriormente los jóvenes incorporaron voces del argot de los
delincuentes para demostrar su rebeldía y alejamiento de las generaciones
anteriores”.
Se tratan también de dos argots esencialmente
léxicos, sufriendo incluso una sobrelexificación alrededor de ciertos términos
o campos léxicos. El argot de la delincuencia se basa sobre todo en una
variación semántica o formal a partir de otras voces, en una “especialización”;
el de los jóvenes, por su parte, significa un proceso de generalización, de
incorporación a la lengua común en su registro coloquial significados y
significantes nuevos.
De este modo, puede producirse el trasvase.
Parte del léxico del argot de la marginalidad, en palabras de Sanmartín,
“trasciende los límites de la propia marginalidad” hasta llegar a ser conocido
por numerosos hablantes.
BIBLIOGRAFÍA:
- Sanmartín Sáez, Julia (1998). Lenguaje
y cultura marginal. El argot de la delincuencia. Valencia: Universitat de
València.
- Santamaría
Pérez, Isabel (2005). El argot y las
jergas. Madrid: Liceus
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